"Se torea a compás, como se baila y se canta; a compás, pero también como se vive, o ha de vivirse; a compás". / Rafael de Paula Foto: blog algomas quecuentos
* Un ameno relato ambientado en las sensaciones que dejó una tarde de toros en la Monumental de Pueblo Nuevo en un niño que acompañó a su abuela para ir a la Feria.
por: Moisés Cárdenas
Título original: Arena, Claveles y Manzanilla
Mi Abuela Catalina tenía por costumbre en la mañana esparcir perfume de rosas en el patio de la entrada de la casa. Luego colocaba en el marco de la puerta unas banderillas cruzadas junto con un cuerno de toro y después entraba al altar de la sala, prendía un par de velas alrededor del San Sebastián, daba un rezo y se sentaba en la silla de mimbre a contemplar un cuadro de torero que tenía colgado en la pared. El perfume de rosas que regaba en la entrada de la casa se unía con el aroma de manzanilla que emanaba de la cocina, dejando que esos tiernos olores invadieran la humilde casa de tejas rojas donde vivía mi abuela.
Recuerdo ese olor que impregnaba cada uno de los objetos, en las ropas de mi abuela y en sus vivos ojos negros que se desvelaban ante el fuego que emitía las velas resplandeciendo su piel morena tejida con su largo cabello negro.
Detrás de la silla había un gato gris que como buen perezoso tenía como rito sentarse siempre cada vez que mi abuela terminaba la preparación de aquella jornada y mientras ella descansaba en la silla perdiéndose frente a la mirada del Santo, el gato movía la cola. En esos minutos que ella pasaba sentada en la sala, notaba que sus ojos desprendían lágrimas grises. Ni yo, ni el gato comprendíamos aquellos sollozos, quizá su alma gravitaba en algún recuerdo. Yo trataba de hacer algún ruido para traerla en sí, pero ella se perdía en aquel acto de ensoñación y sentada en aquella silla comenzaba a cantar con dulzura:
Toro en la arena del ruedo y emoción en los tendidos
Ojos de lindas mujeres que cautivan la vida
Un olor a manzanilla aquí en la tarde taurina
Y fragancia de claveles sitiando a su alrededor
Tarde de Pueblo Nuevo que se erige en su gran Monumental
Tarde de Feria de San Sebastián
Después de entonar con voz melancólica esos versos que me llegaron al alma, se levantó suavemente y entró a la cocina. Encendió la radio que tenía colgada en la pared. De ella surgía un intenso chillido. Mi abuela, moviendo la antena del aparato, sintonizó el dial. Parecía que tenía fija la hora cuando el locutor dijo con voz animada:
– Buenos días, hoy la ciudad se viste de feria en homenaje a San Sebastián. Nos informan que los preparativos para la primera corrida en la plaza de Pueblo Nuevo, se engalana en una tarde de sol. Ya la gente se está aglomerando desde muy temprano para esperar dentro de unas horas a los valientes toreros. Para esta tarde tendremos el honor de recibir en esta feria Gigante de América a los torerazos Víctor Hugo Pineda, Alejandro Gil "Zapaterito", Marcos Peña "El Pino", Domingo Blanco y Rigoberto Bolívar, mejor conocido como “Pastoreño”; ellos se darán cita en la arena en afecto a nuestro torero nacional ¡César Girón!.
Mi abuela, al escuchar ese nombre pronunció un fuerte ¡Ole! De pronto volvió de su plegario ensueño. Me miró y me dijo:
- M’hijo, esta tarde vamos de feria
Le pregunté alegremente:
- ¿A la corrida? Una suave sonrisa se dibujó en sus labios y mirándome me dijo:
- con gusto; pero primero vamos a pasar por el cementerio y luego a la iglesia…
Interponiéndome a la conversación le dije:
- pero abuela, eso no es ir a la feria…
Entonces ella respondiendo:
– M’hijo, es que debo pasar por allí un momentito y después vamos al complejo ferial; vemos las artesanías y pasamos por la plaza de toros.
Como era el único nieto que estaba en su casa en esos días, tenía el deber de acompañarla. Mi mamá me mandaba para que la cuidara precisamente en esos días de ferias, ya que mi tía Chela estaba en Caracas visitando a otras tías, quienes llegarían muy pronto para ir a los toros. Por eso la casa de la abuela era toda una orquesta de arreglos y adornos, todo un ritmo de pasodobles. No obstante, la idea de ir al cementerio y pasar por la iglesia no la entendía. Quizá sea un especie de misterio que algún día la comprenderé, pero en aquellos años de infancia me era ajena a mis sensibilidades.
Después de servirme el café, mi abuela se dirigió hacia el tocadiscos. Sacó de una caja de cartón unos discos –de acetato- con portadas polvorientas. Seleccionó un disco que tenía en su portada la pintura de un pueblo andino; llevaba por título: “Tierra Tachirense” de Chucho Corrales. Pasó su mano ligeramente sobre el negro plato sacudiendo el polvo que guardaba. Le dio un beso y lo colocó con delicadeza como si se tratara de un jarrón de cristal. El disco giró suavemente. Para mí, era toda una fascinación ver aquellas cosas. Mis ojos gravitaban sobre el tocadiscos. De él brotaron unas notas delicadas y frescas que decían en tono de pasodoble:
Entre valles y esmeraldas… y perfumes de azahar
el río Torbes y un cielo …de un azul que no hay igual
hay una ciudad de encanto, rescatada del Edén
residencia de los Dioses y de mortales también
San Cristóbal Andina eres la cuna de la alegría y la tradición
San Cristóbal tu feria es la pionera, la más castiza de mi nación
El sol calentaba en pleno apogeo. Ya estábamos a punto de salir. La esperaba impacientemente. Mientras se acomodaba en su cuarto, yo jugaba con los perros que estaban en el patio. Bajé rápidamente las banderillas que tenía en los arcos de la puerta y tomé un trapo de cocina que sujeté en mi mano derecha como si fuera una capa. El perro me miraba extrañado. Se llamaba Chocolate.
- Vamos a jugar, yo soy Torero y tú serás el toro. ¡Vamos Chocolate…, levántate…! Vamos torito. Levántate.- lo desafiaba. No movía ni la cola, ni pestañaba. Me acercaba, lo movía, lo levantaba, lo toreaba. Le decía: - Vamos torito, vamos - sus ojos marrones estáticos se cruzaron con mis movimientos. Me puse en posición. Moví con gran agilidad aquel viejo trapo de cocina y comencé:
- Ahí está imponiéndose frente al toro. Es todo un Matador. Un verdadero torero que sabe parar, templar y mandar. Con garbo se mueve por el improvisado coso… La multitud lo aplaude... ¡Ole…! ¡Ole…! Gritan en los tendidos. La multitud está a sus pies. Sangre, sudor y arena se levanta. Las gradas lo proclaman. Se mueve con hermosura. Su cuerpo trasmite perfume de manzanilla. El toro pasa por su lado dominado ante sus ojos. Valiente ante los espectadores, sonríe. Nada lo detiene. Allí está. Lanceando con el capote una, dos, tres verónicas. Gira. ¡Ole!. El toro es de la ganadería de ¡La Consolación! Allí está con coraje. Le han clavado las banderillas. Las trompetas anuncian ante los dioses y mortales la plenitud del cielo glorioso. En los tendidos, las botas pasan de mano en mano esparciendo su ron. Miradas de las bellas mujeres y los hombres impregnan canela en los pañuelos. Se proclama Trounfador. El mejor…. Qué temple hay en su faena. Se va a tablas a cambiar la espada. Fornida. Espléndida. La muestra a la multitud. Corean su nombre. Retumba la plaza. La arena se abre. ¡Ole! ¡Ole! Se escucha al unísono en el graderío. Llega el momento de la Suerte Suprema, se miran fijamente y dominado ante el Matador; se perfila …y dejando una estocada en todo lo alto, el burel de La Consolación cae sin puntilla.…
De pronto, sentí que alguien estaba detrás de mí. Era mi abuela que me miraba embelesada. Yo tenía en mi mano derecha el trapo que simulaba la muleta y en la mano izquierda las banderillas. Chocolate estaba en pie siguiéndome el juego. Pensé que mi abuela me regañaría por lo de las banderillas; pero se rió al ver mi pose cual Figura del toreo. Rió sin parar. Chocolate movía sus orejas. Lo miré desafiante y seguí en mi personaje. Vi a mi abuela contenta, juvenil, entusiasta. Llevaba puesto un vestido azul con estampados de rosas rojas. Un sombrero de paja color blanco con una flor amarilla. -Vamos Robertito, deja al perro quieto, después sigues jugando. Chocolate movió la cola y se echó a esperar.
Estaba ansioso por pasear por la Plaza Monumental de Pueblo Nuevo. El bullicio capoteaba la ciudad; música y gran colorido acompañaban el radiante sol de la tarde. Se sentía olor taurino en todos los recovecos de la ciudad donde las montañas sudaban al ritmo del clarín y de tarde tropical. Estaba impresionado. Era mi primera ocasión de ir a una plaza taurina. Sabía que la ciudad se agitaba alegremente en los días de la feria. Todo era una vorágine de emoción; pero estas ferias yo las conocía de oídas, porque en la radio anunciaban con entusiasmo la presencia de los matadores que llegaban a la feria internacional de San Sebastián, y también porque Isidro, el vecino de la casa de mis padres, salía en esa semana taurina vestido con botas y sombrero en mano. Su casa proyectaba los acordes del pasodoble por toda la cuadra; y por las noches se acercaban algunos amigos para cantar acompañándose de una guitarra y bajo la luz de la luna andina.
Recorrer con mi abuela aquella tarde por la ciudad antes de llegar al cementerio y la iglesia, se transformó en toda una tarde de Fiesta Brava. Cintas rojas adornaban las puertas de las casas. Algunas colgaban del dintel de la puerta la imagen del Corazón de Jesús. Y otras tenían la figura de San Sebastián y banderillas multicolores. Mis ojos se maravillaban al mirar por doquier.
Las calles de la ciudad vestían afiches de grandes toreros: Ramón Moreno Sánchez, Hilario López, Rafael Figuera "Armillita de Aragua", Carlos Saldaña, Diego Nicolás Pérez, Pedro Arias, Carlos Arruza, Oscar Martínez y, por supuesto, de la máxima figura del toreo, como lo fue el maestro Manuel Rodríguez Sánchez “Manolete”. De la ciudad enferiada emanaba el perfume del clavel. El cielo brillaba aires de toro. Un aletear de mariposa se vislumbraba entre las montañas.
Yo miraba extasiado todo lo que acontecía alrededor. Noté que mi abuela caminaba con aires de mutismo. La miré extrañado. Era muy raro verla así, pues siempre charlaba y reía. Le pregunté: -¿Ya vamos a llegar al cementerio?- mirándome como si estuviera perdida pronunció en voz baja – Sí, Robertito… ya vamos a llegar, pues tengo que visitar a unos amigos - Extrañado por su respuesta, la observé en silencio. Seguimos caminado bajo el sol abrasador hasta que dimos con la entrada del cementerio; tenía unas puertas grandes, de rejas antiguas, que estaban abiertas; y entramos sin mediar palabra. La entrada de aquel lugar era fantasmal. Pensé que me había dicho que iríamos a visitar unos amigos y en mi mente me decía: Qué amigos pueden estar allí. Presentí que mi abuela buscaría algunas flores, pues tenía esa costumbre quimérica de comprar rosas en los camposantos.
Al llegar mi abuela se acercó a unas señoras que vendían rosas, flores y claveles. Le compró un par de claveles y un ramo de crisantemos rojos, amarillos y morados. Me entregó los claveles para que se los llevara. Ella en su mano llevaba el otro ramo que desprendía olor a manzanilla.
Nuestros pasos iban hacia una peregrinación en la visita del infra-mundo donde Hades abrazaba el fuego. Recordé en ese instante una frase de mi papá: “El Cementerio es el barrio de los acostados”. Como mi abuela iba callada, para sacarla de ese ataúd de silencio le pregunté -¿Abuela vamos a ir a la feria?- solo un suave – Ajá… - salió de sus labios a medida que se escuchaba el latir de su corazón.
Pasamos por varias tumbas, en donde ella se persignaba con ahínco dejando en cada una de las lápidas un ramillete de claveles. Luego, nos acercamos lentamente a una sepultura que tenía una impresionante cruz de mármol blanco con su crucificado; y, bajo ella, la representación en mármol blanco de un hombre que parecía dormir, apoyada la cabeza en un cojín y arropado en un sudario de seda. En la parte trasera había una placa de mármol que contenía una leyenda: “Cumpliendo con la ilusión de un pueblo, aquí reposa en su santa sepultura, un valiente banderillero que murió en la contienda” y en la parte frontal había una inscripción que decía José Domingo Zapata. Los ojos de mi abuela se humedecieron mientras rezaba el Padrenuestro. Luego se inclinó frente a la triste sepultura. Suspiró melancólicamente dejando los crisantemos rojos, amarillos y morados. Sentí una profunda congoja en aquel momento. Con el tiempo comprendí que se trataba de un amigo de mi abuela en sus tiempos joviales. Ella le contaba a mis tías cómo José murió por una corneada en la Plaza de Colón, y de allí la costumbre de visitar su tumba en la primera corrida de toros. El camposanto impregnaba con aromas tristes y desbordados. Mi abuela sacó de su cuello un rosario de cuentas blancas. Sus dedos comenzaron a deslizarse suavemente por cada una de ellas. Mientras las hojarascas que decoraban los pasillos del cementerio la invitaban con sus alas a la Iglesia contigua. Yo iba siguiéndola en su hecatombe, hasta llegar serenamente alados por los coros de los vitrales coloridos que revestían las ventanas del Santo Templo. El viento entró por las puertas acariciando las velas encendidas que estaban en el altar. Mi abuela apretó el rosario. Su mirada quedó tiernamente ante la imagen de María, brotando de sus labios esta oración:
Dios te salve María, llena eres de Gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre: Jesús. Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Siguiéndola en ese rito de plegaria armoniosa de ensueño. La tomé de las manos tiernamente, acompañándola en su emoción divina a la salida del templo. Apenas salimos de la Capilla noté en ella un aire fresco en todo su semblante, una paz y tranquilidad que circulaba en su morena simpatía. Me miró lozanamente y me dijo – Bueno m´hijo… vamos a mover el rabo antes que se nos haga tarde y no podamos encontrar buses- Mirándola con alegría caminamos rápidamente pues teníamos que tomar un bus para llegar a la Plaza Monumental de Pueblo Nuevo. Caminamos un par de cuadras hasta llegar a una parada; quedaba cerca de la Biblioteca. Al subirnos, la gente iba frenéticamente bullanguera, haciendo ruido por cualquier cosa. Reían, cantaban, típico de los pasajeros de estas regiones que, cuando van a la feria, todo es ron y parranda. Mi abuela charlaba con una señora que llevaba una camisa de cuadros y una bota de cuero; la mujer bebía aguardiente parejo y decía al chofer -¡Ala… apure que vamos a llegar tarde! - El hombre al volante, ni sordo ni perezoso, al escuchar a la mujer, apretó el acelerador y le subió el volumen a la música. Todos los que iban en el bus cantaban muy apasionados algunos pasodobles y se mezclaba con otros que cantaban música llanera, ritmos de rancheras, salsa y canciones de merengues; todo el bus era un rito de sabor y encuentro.
Mis párpados vislumbraban aquellos festejos humanos y me sentía ansioso en llegar lo mas pronto a ver los toros. Tras un largo trayecto, de pronto asomándose entre la montaña se vio la Plaza Monumental de Toros de Pueblo Nuevo, la Plaza de las emociones. Sentí la brisa de los pinos hermosos que alegraban el compás de las corridas
De pronto, el chofer con un fuerte grito, anunció: ¡Llegamossss….!! Todos bajamos del bus alborozados. La gente enfiestada hacía largas colas para entrar. El sol iluminaba la fiesta que se armaba en las cercanías. El olor de brasa colaba los cristales. Los pájaros miraban desde las alturas los toriles. En la entrada colgaba un afiche de César Girón: El Torerazo Nacional. Mi abuela, al ver el afiche dijo con voz fuerte - ¡Ese sí fue un torero! ¡Ese fue mano quemá! ¡y era negro no joda! - Los comentarios de mi abuela me hicieron sonrojar. Pero los que estaban curioseando, voltearon y dijeron - Así es abuela, César fue nuestro torerazo.
Desde el fondo, una fuerte voz pronunció: -¡A los torooooos! - Nos aproximamos unos cuantos metros para ver más de cerca. Desde una de las rejillas pude notar cómo se veía la banda de música que desfilaba por los pasillos. Sonaron las trompetas y se escuchaba cómo la gente en su festejo danzaba tras el primer trapazo. Dimos unas vueltas por la Plaza de Toros. Yo quería entrar, pero la multitud se agolpaba a las puertas. Eso hizo que mi abuela se cansara un poco por el tumulto y el calor febril que circundaba. Olor de arena y el sonido del clarín rebotaba por todas partes. Caminamos un poco más para beber aire y bañarnos de música que decoraba la tarde. Nos sentamos bajo un árbol tomando una deliciosa limonada; y desde allí escuchábamos los cantos de los espectadores que reventaban el cielo de simpáticos coros y lindos Oles.
Nos levantamos; y cuando ya la gente había entrado, proseguimos a contemplar con nuestros ojos los tedios hechos soles.
Esa tarde la corrida fue la más colosal que se había presentado en la arena.
Se elevó a los crepúsculos el pentagrama del capote, entre esmeraldas y rubí donde se fundió el himno esplendoroso del coraje y la valentía. Aquella tarde mis ojos estallaron de emoción en el oro de la arena y el ocaso se bañó de vino santo. Allí, frente a los pañuelos alzados y los aplausos, aprendí sobre este arte y su magia; mi mente viajó en la sed taurina y el hambre de heroísmo.
Cuando salí de mi sentidos, percibí que mi abuela había quebrado en llanto al ver cómo unos hombres llevaban a hombros un torero; y éste en medio del ruedo, levantaba sus trofeos resplandeciéndose bajo el dorado cielo, en donde bailan los Dioses toreando. Fue allí cuando aquella tarde resplandeció en el cosmos, hizo la madera, las rocas, la furia del toro. Las cornetas y trompetas repicaban bajo el atardecer que se escondía a descansar en las faldas de las montañas.
Y mi abuela recordó nostálgicamente a su amigo torero. Entonces comprendí el ritual de aquella mañana en su casa. Mi memoria revisó en un vivo instante las fotos viajes y recortes de periódico que mi abuela guardaba en una vieja maleta de cuadros. Allí, siendo un niño, parado frente a los tendidos, aprecié por primera vez el trapío del toro y el embellecimiento de su trono. Abracé a mi abuela y su ropa impregnaba aroma de clavel y manzanilla.
Moisés Cárdenas
viajesideral2@hotmail.com
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